Tenemos que distinguir entre dos factores que a la hora de redactar un contrato tienen efectos opuestos.
Por un lado el orden público, el cual determina que al momento de diseñar un contrato sus disposiciones no pueden ser dejadas de lado.
Tal es el caso de las sociedades comerciales donde la mayoría de los preceptos que las gobiernan son de orden público y por ende nos encontramos atados de pies y manos en el proceso creativo de sus estatutos.
Por el otro lado tenemos la autonomía de la voluntad. En forma opuesta a lo anterior, las partes del contrato tienen plena libertad para determinar las normas que los van a regular. En este caso ubicamos al fideicomiso.
Ni en uno ni en otro caso, sociedades comerciales y fideicomiso, se dan en forma pura el orden público y la autonomía de la voluntad, pero encontramos preponderancia de uno u otro según decidamos coordinar el negocio que queremos emprender con alguna de esas herramientas.
En el caso del fideicomiso las normas que no podemos dejar de lado, las imperativas (por ser de orden público) son mínimas. Un ejemplo de ello es la obligación del fiduciario de rendir cuentas por lo menos una vez al año, o el plazo máximo de duración (30 años). Pero este contrato se caracteriza por tener una preponderancia muy marcada de la voluntad de las partes.
Esto lo vemos reflejado en las características de flexibilidad y agilidad que han sido analizadas en anteriores posteos, lo que le da al fideicomiso una clara ventaja sobre las sociedades comerciales (mucho más pétreas en su conformación y dinámica)
Todo negocio diseñado sobre la plataforma de un fideicomiso podrá tener un marco regulatorio (contrato) que se adaptará a sus características individuales.
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